sábado, 14 de septiembre de 2013

HOTEL KIMERA I - HOTEL KIMERA



Nadie llega a ser lo suficientemente frío por más que lo intente. Frías son las máquinas, y el hombre debería evitar que su corazón se convirtiera en una máquina, con cerebro de máquina, y alma de máquina.


































Para el que un día llegó a ser mi amigo.








































I

HOTEL KIMERA







Cualquier historia puede ser contada de cualquier forma, pudiendo enmascarar la verdad u ocultar la realidad. Incluso pudiendo hacer elogiable lo más degradante e insignificante.

Esta no es una de esas historias de fantasía en las que la gente vuela y hace prodigios con un chasquido de dedos. No. Las historias también pueden ser reales, contándolas tal y como son. Este es uno de esos casos. No voy a contar un montón de mentiras para quedar bien; contaré lo que en verdad pasó.

Yo tenía un Alfa Romeo negro descapotable, y lo conducía por la autopista de Nevada a la máxima velocidad que podía alcanzar. El motor empezaba a quejarse pero no me podía permitir ni reducir siquiera. Claro está que podría aumentar el ritmo, pero no merecía la pena. En resumen; iba a más kilómetros por hora de los permitidos.

Iba acompañado de mi mejor amigo (y prácticamente el único que tenía), que intentaba no sucumbir al sueño y a la monotonía de la aburrida carretera. Sus ojos se cerraban a pesar de que el viento del desierto nos azotaba la cara y resultaba molesto.

Yo era alto, moreno y llevaba el pelo con una sobre-dosis de gel fijador para poder orientarlo hacia atrás. Mi nombre era Tanner Millers.

Mi amigo, Arthur Ellroy, era también alto, incluso más que yo. El gel fijador hacía un verdadero esfuerzo por mantener su pelo rubio cobrizo orientado hacia algún lado, aunque el viento y la velocidad lo despeinaban. Sus grandes ojos castaños y claros, a los que costaba mantener la mirada (por lo menos a mí), seguían luchando contra el sueño, aunque fracasaban penosamente.

Lo que más me gustaba de él era que, además de ser bastante intelectual (porque era de aquellos que son capaces de soportar una charla sobre la Primera Guerra Mundial sin aburrirse, ni siquiera bostezar), era que era capaz de aceptar a la gente tal y como era y relacionarse con ella a pesar de lo que fuera, aunque su trabajo exigiera otra cosa. Era de aquellas personas que no les importaba la condición de los demás, pero que son muy preocupadas por su aspecto y por el qué dirán los demás de él. Pero era el mejor tipo que he conocido en la vida. Era igual que yo, afín a mí.

Él y yo trabajábamos en el mismo “gremio”. Un gremio alejado de le ley: la Familia de los Grandes, la mafia de Nevada. Ese era nuestro oficio, un oficio que nos había sacado de muchos apuros (económicos y físicos) y que nos había metido en otros muchos (más bien sólo físicos). Esas próximas noches parecían que no nos iba a sacar de apuros, que no iba a ser de nuestro agrado; un mal presentimiento.

El motivo de nuestro viaje era que el padrino de nuestra Familia (refiriéndome a la mafia, por supuesto), había convocado a todos los hombres que estábamos a su servicio a una reunión en el Hotel Kimera, que era de su propiedad. No había dado detalles del motivo de la reunión, pero no presagiaba nada bueno.

El Hotel Kimera, como he dicho, era propiedad del padrino. Era un lujoso hotel situado en la mitad justa del desierto de Nevada, cerca de la autopista. Un lugar poco productivo para colocar un hotel de tal calibre, aunque al padrino no le hacían falta los beneficios que debiera sacar de él.

En total éramos veintiún convocados a la señalada reunión. Debíamos acudir al punto de reunión con una hora de diferencia desde que llegara el primero y llegara el siguiente, así que en total deberíamos tardar diecinueve horas en llegar todos (contando que Arthur y yo llegaríamos juntos, a petición del mismo padrino), y ya llegábamos justos si no aceleraba.

Llevábamos un par de días de viaje. Ese día habíamos salido pronto por la mañana desde el Mustang Motel, situado en las afueras de Nevada.

El viaje fue monótono hasta el final, aunque agradable gracias a la fresca brisa del desierto que se levantó. Tuvimos que parar un par de veces en un par de estaciones de servicio para repostar el coche y “repostarnos” nosotros con un par de bebidas. Luego, seguimos a la carrera. Arthur y yo no hablamos en casi todo el viaje (y por eso se durmió enseguida). Suponía que era porque estábamos demasiado nerviosos o preocupados por lo que ocurriría en las próximas horas en el Hotel Kimera. Seguía yo con ese mal presentimiento durante todo el viaje y decidí compartirlo con Arthur, cosa que no debía hacer porque eso hizo que se pusiera más nervioso.

Eran las diez y media de la noche cuando aparcamos frente al Hotel Kimera (llegamos diez minutos tarde). Una hilera de coches de color negro (al igual que el nuestro, ya que era el color oficial de la Familia) había aparcados frente a la puerta del hotel, el cual parecía hecho solamente de cristal y de su interior salía un resplandor rojizo. Habían aparcados diecinueve coches y aún quedaba sitio para uno más. Los coches pasaban de vulgares Pontiac hasta lujosos Bentley. En un pequeño y apartado aparcamiento privado pude ver un precioso Aston Martin DB5 del 64’ que parecía haber salido de una de las películas de James Bond: era el coche del padrino.

Cuando aparqué el coche en el único sitio libre que quedaba, Arthur se despertó sobresaltado. No sabía quién estaba más nervioso; si él o yo.

—No sé cómo quedará esto…—dije yo atemorizado. Tragué saliva y mi nuez osciló a lo largo de mi garganta seca.

—Sabes que no podemos echarnos atrás. Tranquilízate, por favor. —su voz sonó suave y cansada, pero convincente, así que me calmé un poco.

Antes de disponernos a entrar en el hotel, echamos la capota del coche y, dentro de él, nos quitamos nuestra ropa informal y nos pusimos en “uniforme”, una cara chaqueta americana negra con unos pantalones a juego. Iba complementado con una corbata azul marino que contrastaba con la camisa blanca de debajo. La corbata era el distintivo de nuestra familia.

Cuando subíamos unas amplias escaleras que llevaban hasta la entrada del hotel, un tipo joven y no muy nutrido salió de la nada a nuestro encuentro. Llevaba un inconfundible traje de aparcacoches como los que usaban los de los casinos de Las Vegas.

—¿Desean que les aparque el coche en un lugar más cómodo para ustedes?— como el joven tenía voz de pito casi me entraron ganas de reír. Me mordí la lengua.

—No, gracias—contestó Arthur con un aire de aristócrata y ciertamente arrogante, pero diplomático —prefiero tenerlo localizado. —me murmuró cuando ya nos habíamos alejado del aparcacoches y cruzábamos ya el umbral de la puerta automática de cristal.

—Parece que el resto también ha preferido “tenerlo lo-calizado”. —comenté yo.

El techo, las paredes y el suelo del hall estaban cubiertos por enormes baldosas de un mármol reluciente de color crema. Daba la sensación de que se podía resbalar sin querer de lo limpio que estaba. Las ventanas tenían decoraciones modernas que contrastaban con el estilo clásico de aquella planta. El hall era el único piso que desde fuera no era de cristal.

Había unos lujosos y mullidos sofás que ya querría un rey a modo de sala de estar. Del alto techo colgaba una deslumbrante lámpara de araña de unos dos metros de alto y otros tantos de diámetro. Calculé que podía costar unos cincuenta mil dólares aquella lámpara.

El mostrador de recepción era entero de madera perfectamente barnizada. Un pequeño timbre dorado relucía encima de él. No había ningún recepcionista, de hecho, no había nadie en absoluto. Nos acercamos a pulsar el timbre, pero justo antes de poder hacerlo sonar, el gerente del hotel apareció desde detrás de una estatua. Era como si nos hubiera estado acechando desde que hubiera visto los faros de nuestro coche acercarse por la carretera.

—Bienvenidos al Hotel Kimera. —tenía un tono afemianado. —Soy Ramsley, el gerente, y estaré a su “plena” —recalcó esa palabra —disposición durante su estancia.

El hombre debía de tener unos cuarenta o cuarenta y cinco años más o menos. Tenía un ridículo carácter afeminado y vestía un ridículo traje morado que estaba en total desarmonía con su entorno. Yo juraría que se nos estuvo insinuando desde que llegamos.

—Vengan, no se corten. —“Usted es el que debería cortarse un poco ¿no cree?” pensé con burla e incomodidad. — Acompáñenme a mis… esto… a SUS aposentos. —no supe distinguir si ese error verbal lo había hecho a propósito. Solo supe que me recordaba al chepudo sirviente del doctor Frankenstein, solo que algo marica (hablando popularmente).

Antes de que nos diéramos cuenta, el gerente nos cogió de un brazo con sus “delicadas manos” (zarpas ávidas, para mí, que me sorprendieron que no llevaran las uñas pintadas de morado) y nos llevó con él hasta uno de los cinco ascensores para seis personas que había en un lado del hall.

El hotel, según pude observar en la placa de botones del ascensor, solo tenía seis pisos más una terraza y dos subterráneos. Nos detuvimos en el cuarto piso y el gerente nos llevó a la habitación 123. Había que entrar por un pasillo interior para llegar a ella, ya que el pasillo más exterior era completamente de cristal. Hasta que no estuvimos en el interior de la suite, de lujo, por supuesto, el gerente no nos liberó de sus refinadas garras. El gerente salió decepcionado de la habitación y nos quedamos solos Arthur y yo. Estábamos en un amplio cuarto de estar con un enorme televisor encima de una cara mesa y con una barra de bar pequeña cerca de la terraza que daba a la carretera. Descubrí al fondo una sola puerta cerrada y, con cierta preocupación la abrí. Entré en una habitación del mismo estilo lujoso y moderno de la sala de estar. Toda la habitación era espléndida excepto por un detallito: sólo había una cama para dos personas. Eso me asustó al principio y me hizo enfurecer después:

—¡Maricón de mierda!¡Hay más de quinientas habitaciones libres y nos da una con una sola cama!¡Yo me lo cargo! —saqué mi pistola del un bolsillo interior de la chaqueta del traje. Me dispuse a salir a decirle un par de cosas al gerente pero Arthur me detuvo.

—Cálmate. No me importa dormir en el suelo.

—¿Tanto hotel y no hay una puñetera habitación con dos miserables camas?¿Qué pretenden?

—Deja de quejarte. Si nos han dado esta habitación, habrá un buen motivo para ello.

—Hoy estás demasiado conformista.

—Lo estoy cuando tengo un mal presentimiento y creo que la mejor opción es aceptar la situación para evitar más problemas.

—Iré a pedir otra habitación. —guardé la pistola— U otra cama…

—¡Ja! Ya verás cómo tiene que ser así…—se burló Arthur resignado ante mi cabezonería.

Al fin y al cabo, Arthur tenía razón. Estuve media hora discutiendo con el gerente del hotel, que no sé si me estaba haciendo caso a mí o a otra cosa un poco más abajo. El caso es que mis esfuerzos fueron en vano. “El padrino lo quiere así”. ¿Pero porqué?

Subí indignado de vuelta a la habitación. Arthur había deshecho todo el equipaje que habían traído mientras yo no estaba.

Sin previo aviso me dio un mareo que me obligó a tumbarme de golpe en la cama, con la mala suerte de que Arthur, agotado, también se dejaba caer sobre ella. Su nuca dio un fuerte golpe a mi nariz, que empezó a sangrar a chorro mientras yo daba un alarido. La mezcla de olor a cabello sudado y el olor metálico de la sangre, junto con el mareo que llevaba encima, hicieron que cayera en un pozo sin fondo.

No recordaba más, solo que cuando me desperté tenía la hemorragia curada, humedecida la frente (no por el sudor) y no tenía puestos los zapatos.

Arthur salía del cuarto de baño: se acababa de duchar. Al verme despierto se me acercó.

—Siento lo del golpe. ¿Quién te manda poner tu nariz en mitad de la trayectoria de mi cabeza? —me dijo intentando levantarme el ánimo.

No pude decir nada. No sabía porqué. Simplemente le di las gracias por curarme y me fui a ducharme yo también, lo necesitaba. Arthur bajó al restaurante a comer algo.

Cuando salía de la ducha y me vestía otra vez con el uniforme alguien llamó a la puerta. Al otro lado de ella se hallaba Franchessco, un tipo a quien conocía bien, con el pelo demasiado largo y que no le quedaba tan bien como él creía. Llevaba también el uniforme de la Familia, pero no se había puesto la chaqueta americana.

—Buenas noches —saludó con voz ronca.

—¿Qué hay? —respondí sin mucho entusiasmo. Aquella era justo el tipo de persona con la que no merecía mucho la pena involucrarse mucho. Era de aquellos con los que no puedes contar para mucho.

—¿Vosotros sois los últimos?

—Sí. —volví a responder. Fue una conversación muy seca. Pero Franchessco adquirió un tono más festivo:

—Hoy hay partida de póker en el casino que hay al lado del restaurante. Podéis venir. Si quieres.

Yo ya sabía cómo eran las partidas de póker (o cualquier otro juego) en el ambiente de la familia. Todo el mundo acababa vengándose. Aunque fuera un juego elegante, no dejábamos de ser mafiosos. No obstante a todo eso, respondí:

—Allí estaré, gracias.

—Vale, pues hasta luego. —se despidió y se alejó haciendo balancearse su suelta melena negra.

Cuando me hube acabado de vestir, bajé al restaurante. Encontré a Arthur vigilando todo lo que la vista le permitía abarcar. Había dos copas vacías encima de la mesa en la que se había sentado. Parecía un agente infiltrado de esos vestidos de esmoquin, tan nervioso pero tan controlado a la vez. Sus ojos marrones dejaron de dar vueltas sin rumbo y se centraron cuan-do me senté delante de él.

—La cosa es mejor de lo peor. Aquí están los mejores miembros de la Familia; los más inteligentes, los más sanguinarios, los mejores delincuentes de la Mafia de los Grandes. —se le notaba nervioso y excitado cuando me hablaba a media voz —No veo por ninguna parte a nuestro padrino.

La verdad es que ninguno de los dos sabía porqué habíamos entrado a formar parte de un grupo tan delictivo. Suponíamos que era porque en un tiempo pasado alguien nos hizo un favor. Un favor que nos condenaría toda la vida.

—Tendrá cosas que hacer. —respondí con burla al último comentario.

—Será mejor que no hagas esos comentarios. Hay un micrófono en cada lámpara de cada mesa —dijo en voz muy baja. Yo dirigí una mirada a las lámparas de diseño exclusivo que estaban repartidas por todas las mesas. —Que no parezca que miramos —me aconsejó en voz muy baja. Tuve que hacercarme a él. —Solamente en esta sala hay al menos diez cámaras ocultas repartidas por cada rincón. Puede que incluso haya más, pero esas no las he podido localizar.

Ahora sí que parecía un agente secreto. Mientras callábamos, Arthur siguió con su vigilancia y yo me dediqué a encontrar con disimulo las cámaras ocultas. Solo detecté unas cinco. La primera estaba camuflada en la enorme lámpara de lujo que presidía el salón restaurante colgada del techo. Otra la encontré en una de las esquinas del techo del enorme salón. La tercera se encontraba oculta en el marco de la puerta que delimitaba el casino. La siguiente la encontré situada entre las botellas de tónicas del lujoso mueble bar, detrás de la barra en la que se encontraba un camarero con cara de pocos amigos. La quinta cámara me sor-prendió de verdad. El camarero que antes estaba detrás de la barra se acercó a mí portando una bandeja dorada con un Martini servido en una copa cónica. Me lo plantó delante de mí y me dijo con un exagerado acento francés:

—Buenas noches, caballero. Invita la casa.

—Gracias, puede retirarse. —respondí a tal halago. No obstante, el camarero se quedó quieto mirándome fijamente. Titubeé antes de echar un trago a la copa, pero estaba seguro de que el camarero no se iría hasta que bebiera. Mal presentimiento. Miré a Arthur y este asintió leve y disimuladamente con la cabeza. Me confié un poco y dí un trago largo que me supo a gloria. El camarero se retiró al fin satisfecho.

—Llevaba una cámara en el primer botón de la camisa— le comenté a Arthur en voz muy baja. Él asintió.

Me dispuse a tomar otro trago de mi copa, pero un pinchazo fuerte y un dolor agudo me hicieron gemir, aunque me pude reprimir. Arthur me había clavado una jeringuilla pequeña en la pierna y había vaciado todo su contenido.

—Cortesía de Franchessco —me explicó —. No te asustes. Sigue bebiendo tranquilo. —Obedecí —Está envenenada. Todas lo están. —Descubrí un polvo blanquecino disuelto dentro del líquido de mi copa. —No levantes sospecha. —Miré hacia un lado. Nadie, de los diecinueve presentes, lo había notado.

—Gracias.

—Dáselas a Franchessco. Él es el que entiende de venenos. Lo descubrió antes que nadie y nos proporcionó un antídoto que preparó a base de tónicas y bebidas refrescantes. —se rió.

—¿Pero porqué envenenan nuestras copas? —se me ocurrió preguntar.

—He oído que el objetivo de este viaje es poner a prueba a todos los miembros de la mafia. —me respondió como si fuera lo más normal del mundo.

—¿Pero están locos o qué? —dije indignado. Arthur me hizo señas de que no levantara el tono de voz. —¿Porqué quieren hacernos pruebas?¿Y a qué propósito? No sé si quieren ver de qué somos capaces o si quieren matarnos directamente. Además, es absurdo que nuestro padrino quiera poner a prueba a su Familia.

—Solo es un rumor. —me dijo simplemente.

Alterado, decidí retirarme a la habitación:

—Mira… me voy a la cama. No quiero saber nada hasta mañana que es la reunión. Estoy algo tenso. Hasta mañana. — me levanté con pereza, pero tenso. Arthur también se levantó.

—Espera —sonreía—. ¿No te apetece una mano de póker?



Me detuve en seco. No me acordaba de eso. Me volví hacia él sonriendo y mordiéndome el labio inferior.

No hay comentarios:

Publicar un comentario