lunes, 23 de septiembre de 2013

HOTEL KIMERA II - CONFIANZA Y RESPETO

      Arthur iba ganando todas las manos. Había seis jugadores en total y se arriesgaban ya más de trescientos dólares. La cosa se ponía tensa y yo ganaba tanto como perdía. No me podía quejar. La apuesta iba ascendiendo, cada vez más y más. Llegamos a la sustanciosa apuesta de quince mil dólares y me retiré habiendo ganado cinco mil dólares y perdido quinientos. Me guardé el dinero en el bolsillo interior de la americana después de haber cambiado las fichas. Volví a la mesa para contemplar la impresionante calma que Arthur guardaba ante sus oponentes, a pesar de que nunca fue un tipo de mucha relajación. Él seguía ganando y ganando y la apuesta seguía subiendo y subiendo. Se apostaban veinticinco mil dólares. Yo no sabía si alucinaba o estaba a punto de perder la compostura. Sólo la apuesta era todo el dinero del viaje de Arthur y mío juntos, pero él no se retiró aún. Tenía ganados veintisiete mil dólares. Arriesgó con todo y no salió bien, así que se levantó de la mesa malhumorado y despotricando contra todo lo que se meneaba. Se dirigió a la barra del restaurante y yo le seguí. Tomó una copa, asegurándose de que no estaba también envenenada. Cuando me puse a su lado no me dio tiempo ni a saludar.


—Déjame las llaves del coche. —me pidió decidido mientras extendía una mano sin siquiera mirarme.

—¿Para qué? —pregunté mientras se las daba sin saber sus intenciones.

—Voy a ganar —Me arrebató las llaves y salió casi corriendo hacia la mesa de póker.

—¡¿Qué?! —le descubrí las intenciones. —¡¿Vas a apostar mi coche?! —desafiné al expresar mi oposición hacia esa intención, pero Arthur ya ni me oía. Casi me entraron ganas de llorar al comprobar cómo se acercaba a la mesa y ponía las llaves en la zona de apuestas. No quise saber más, volví a la barra y me dediqué a beber demasiado.

—Apuesto un Alfa Romeo Spider para última ronda. —dijo Arthur con voz potente y decidida al crupier.

—Lo lamento, caballero. Solo se permiten apuestas de fichas del casino. —replicó éste.

—Por favor, haga una excepción —habló un hombre joven y rubio rizoso que se sentaba enfrente del crupier. —Apuesto un Aston Martin V8. —dijo mientras depositaba unas llaves plateadas en la zona de apuestas. Hubo un “OH” prolongado entre la gente que se agolpaba a mirar la partida. El resto de jugadores se tuvieron que retirar esa ronda porque no podían igualar la apuesta. El crupier no tuvo elección y la partida comenzó.

Yo ignoraba lo que estaba pasando en la mesa de juego, pero empezaba a tener la vista borrosa (no sabía si por el alcohol que tenía en las venas o por la horrible idea de perder mi coche favorito y único). Mi coche… era mi coche. Pasada una hora más o menos, yo ya me tambaleaba y sudaba. Me costó reprimir la tentación de acercarme a la mesa, pero no era capaz.

De repente, Brian O’ Sullivan, un tipo de pelo rubio rizado, salió del casino pisando fuerte, malhumorado y con una cara de asco que recordaba a un sapo. Vi salir a Arthur detrás de él con las manos en los bolsillos y una sonrisa deslumbrante en la cara. Se me acercó como si nada y me dio unas llaves plateadas.

—Tienes coche nuevo. —dijo simplemente.

Una vez en la habitación aún no me lo podía creer.

—¡¿Un Aston Martin V8?! No me lo puedo creer… ¿Cómo lo has…? —estaba demasiado eufórico e impresionado por su victoria.

—No confiabas en mí. —se rió complacido por mi expresión. —Sólo hay que saber cuándo y cómo usar tu manga… y tener vigilada la de los demás.

El reloj marcaba las dos y media de la madrugada. Me agencié unos cojines lo suficientemente amplios y los esparcí por el suelo mientras Arthur se instalaba en la cama. Tardé quince minutos en improvisarme aquella cama de cojines hasta que al final apagamos la luz.

Me quedé pensando mientras intentaba mullir los cojines y me ceñía más la manta que me puse por encima. Luego me di cuenta de que no había mirado si habría micrófonos en la habitación. Hice ese comentario en voz alta.

—No hay nada. Ya me he fijado. Sólo había un micrófono en la lámpara de la mesilla. He sacado la lámpara al balcón. —Yo respondí un simple “Ah”— Y ahora duérmete. Pareces un niño pequeño. Nadie diría que eres un delincuente experimentado.

Definitivamente me callé. Tenía razón. Estaba demasiado tenso, era demasiado dependiente, me dejaba llevar demasiado por las emociones, y eso iba en contra de mi personalidad y en contra de mi trabajo. Sin embargo, veía a Arthur como un experto en la indiferencia, experto en ocultar su estado de ánimo, experto en todo. Yo me sentía como un niño con el que se debía estar atento, a quien había que cuidar antes de que se echara a llorar.

Pasada más de media hora y aún me revolvía entre los cojines en busca de la postura correcta. Había deshecho y rehecho mi improvisada cama más de cuatro veces. Arthur me sobresaltó, harto de oír removerme:

—Anda… venga, métete en la puñetera cama pero párate de una puñetera vez. —Titubeé —Venga. No tengo toda la noche. Estamos en confianza.

Le obedecí y me metí en el lado izquierdo de la cama, lo más alejado posible de él. Al apoyar la cabeza sobre la almohada noté algo duro debajo de ella y lo palpé. Se me erizaron los pelos de la nuca. Era el Magnum del cuarenta y cinco de Arthur. ¿Esperaba visita?

—Duérmete de una vez. Es pura precaución. —dijo ya de mal humor, captando mi nerviosismo— Y métete más al centro. Te vas a caer. Parece que me tienes miedo.

Al fin pude dormir más de tres horas seguidas. Pero en mitad de mi sueño, me despertó un chasquido en la puerta de entrada de la habitación. Instintivamente metí la mano debajo de la almohada y la dejé posada encima del revólver de Arthur, preparándome para lo siguiente. Al parecer, Arthur no se había dado cuenta, ya que roncaba, de que alguien estaba en la puerta. Sólo había abierto un resquicio de menos de quince centímetros entre la puerta y el marco, pero era lo suficiente para dejar asomar el cañón silenciado de una Walther PPK y que ahora apuntaba directamente hacia Arthur. Antes de que el sujeto que sujetaba la Walther pudiera reaccionar, saqué el revólver de debajo de la almohada y todo lo siguiente ocurrió en un segundo.

Primero me levanté de la cama como un tiro y luego disparé con el potente Magnum directamente a la pistola que me amenazaba. Después la bala acertó a la mano del individuo el cual dejó caer la pistola y salió corriendo. Cuando la Walther cayó al suelo, disparó una bala, que impactó contra el marco de la puerta, astillándolo por el borde.

Con la respiración entrecortada por el suceso, salí al pasillo, pero el individuo se había evaporado. Algunos de los que dormían en esa planta, incluso Franchessco, se asomó a ver a qué se debía ese alboroto, ya que el Magnum no era muy silencioso que digamos. Cuando volví a la habitación, Arthur se había despertado y tenía su blanca piel erizada completamente. Alucinado y casi sin voz me dijo:

—Gra…cias. De verdad.

—A mandar. —respondí yo como si le salvara a uno la vida todos los días. Aún tenía el humeante Magnum empuñado.

Arthur se puso a mi lado y se agachó para coger la Walther del suelo, que tenía una pequeña abolladura en la empuñadura allí donde había impactado la bala del revólver de Arthur.

—Mañana sabremos quién fue. —dijo casi con suavidad.

Me dio otra vez las gracias sinceramente y nos acostamos sin decir nada más para disfrutar de las últimas tres horas y media de sueño que nos quedaban.

Nos despertamos a la mañana siguiente a eso de las once, fuimos a desayunar y seguimos con nuestra rutina de observación, análisis y cálculo de la situación. En el restaurante sólo había cinco personas además de nosotros desayunando. Todos íbamos de un negro impecable. Destacaba el color azul de las corbatas. Nadie tenía la mano vendada ni dañada. No sospeché de ellos. En frente de nosotros, mirándonos, estaba Franchessco, que nos saludó con un poco significativo movimiento de cabeza. Devoraba todo tipo de productos de la confitería más exquisita.

En un rincón había un tipo corpulento que comía como si no hubiera comido en tres años. Era como si acabara de descubrir el fabuloso sabor de la magdalena vulgar. Tragaba, tragaba y no tenía intención de parar. Arthur me dijo que su nombre era Ignatius Railway. No conocíamos más de él.

A veces me parecía lamentable que todos fuéramos de la misma Familia y casi no nos conociéramos ninguno entre nosotros. Éramos como los desconocidos de una familia lejana. Nadie sabía nada de nadie.

Volviendo al análisis de la gente, en el centro justo de la estancia, justo debajo de la lámpara de araña, se encontraba un tipo de piel criolla que comía con las manos de forma horrenda. Parecía imposible que no se manchara el traje de alguna forma u otra. Poco o nada sabíamos de él, sólo que se llamaba Borgia Calitri, un ruso de no se sabía dónde, de madre negra y padre del ejército ruso. Nada que merezca la pena mencionar. Pronto apartamos la vista de él.

A lado de él estaba sentado un hombre de aspecto serio, un alemán llamado Roger Boudembourg, con el pelo tan rubio que parecía alvino y rapado como un militar. Era el único que no comía. No hacía más que mirar de un lado a otro, como nosotros.

Sólo quedaba por analizar a un individuo que esperaba en la puerta del restaurante. No destacaba nada de él. Ni siquiera le conocíamos. Parecía aburrido de esperar a alguien. Pronto se reunió con él Brian O’ Sullivan, el tipo al que Arthur ganó el Aston Martin, el cual nos dirigió una mirada insolente. Tenía las dos manos metidas en los bolsillos. Eso me hizo sospechar y sospecho que Arthur también sospechó por la expresión de su cara, una expresión de victoria y venganza a la vez. El ambiente era silencioso. Demasiado…

Cuando acabamos de desayunar, fuimos directos a la piscina del hotel, con las pistolas envueltas en las toallas, eso sí. Nos pasamos la mañana y parte de la tarde deambulando por el hotel sin privarnos de ningún lujo o servicio que éste nos brindara. Nos pasamos la tarde relajándonos un poco y tomando el sol, aunque Arthur no cogía color ni poniéndolo directamente en el fuego. A las ocho de la noche todo el mundo se había ido a prepararse para la reunión que ocurriría media hora más tarde, así que nosotros también nos retiramos a prepararnos.

En la habitación mientras nos preparábamos ya empecé a tener unos acentuados síntomas de nerviosismo. Primer síntoma: todo lo que dije fueron preguntas:

—¿Por qué nos reunirá el padrino? Nunca lo ha hecho. Siempre que hemos tenido que estar ante él ha sido por separado y sólo para encargarnos algún “trabajillo”. ¿Crees que nos encomendará alguna misión en la que necesite a todos los miembros? Me huele mal. Nunca ha organizado una reunión como esta. ¿Por qué será?

—No lo sé. —se limitó a contestar Arthur.

—¿Por qué nos ponen micrófonos? Uno de los principios de la Familia es la confianza plena entre todos los miembros y el respeto mutuo al gremio. Y lo de las cámaras… ¿Por qué narices nos querrá tener vigilados?

—No lo sé. —otra respuesta monótona por su parte.

—Por qué estoy tan tenso y tú no me haces ni caso? —Ahora sí que parecía un niño pequeño en un intento desesperado de llamar la atención. Me asomé a la ventana que daba justo al aparcamiento y eché un vistazo. El Alfa Romeo seguía donde y como estaba.

—¿Porqué el ambiente está tan tenso y silencioso?¿Por qué narices tengo un mal presentimiento?

Arthur ya no pudo aguantar más y me agarró de la pechera:

—¡No lo sé, no lo sé, no lo sé!¡Dios!¡Como no te calles de una vez y dejes de comportarte como un crío yo también acabaré desquiciándome!¡Crees que eres el único que está tenso y el único que siente y padece!¡Pero te equivocas; yo también estoy muy nervioso, probablemente mucho más que tú, pero al menos me controlo y no lo demuestro!¡Eres desquiciante!

Mucho más relajado me soltó y se sentó en la cama. Sacó de un cajón de la mesilla de noche la Walther con la abolladura.

—Ya veremos lo que pasa hoy. —dijo con voz mucho más suave —De momento relájate. Llevaré la Walther ante el padrino. Sé que él puede hacer algo al respecto sobre el atentado de esta noche. Como tú mismo has dicho: uno de los principios de la Familia es el respeto y la confianza al gremio.

Arthur se acabó de preparar mientras yo me peleaba con la corbata:

—Todavía no he visto al padrino en todo el tiempo que llevamos aquí. Y eso que casi vive aquí. ¿Cómo conseguirás que haga algo al respecto sobre lo de esta noche? ¿Hablarás con él? ¿Y si no le da importancia? Lo que menos te conviene es parecerte a un niño que se chiva de una gamberrada. —definitivamente Arthur se cansaba de mí.

—Oye, mira… baja al restaurante y tómate algo frío. Espérame allí. Relájate.

—Pero la reunión es el la última planta —seguí replicando— Es tontería bajar para luego subir.

—Para ello inventaron los ascensores. —me empujó fuera de la habitación ya a punto de explotar. —Baja de una vez. Te comportas como un crío. ¡Cómo te gusta llevar la contraria en todo!

Resignado, tomé el ascensor y bajé hasta el vestíbulo. Luego entré en el restaurante y me acerqué a la barra. El mismo camarero de siempre, con la misma cámara oculta de siempre, me sirvió el veneno de siempre:

—Un Martini con Vodka, agitado, no revuelto.

Como siempre, el camarero no se retiró hasta que bebí. Como siempre, me inyecté el contraveneno y me tomé la copa de dos tragos. El veneno no influía para nada en el sabor de la bebida. Eso estaba bien.

El resto de la Familia, casi por turnos, también se acercó a tomar un trago. Todos sudaban y temblaban levemente y todos parecían tener un mal presentimiento. No era habitual ver a un miembro de la Familia de los Grandes en un estado de puro nerviosismo, pero todo el mundo conocía a quien lo dirigía todo y todo se podía esperar de él.

El restaurante casi se llenó sin darme yo cuenta. Empecé a contar las personas que había. Había veinte individuos en la sala, contando conmigo y sin contar con el camarero.

Brian O’ Sullivan fue el último en llegar. Tenía las manos en los bolsillos y sólo sacaba la mano izquierda para beber. Eso me hizo saber quién fue el autor del fallido atentado contra Arthur. 

Me acerqué a mirar por la ventana que daba justo al aparcamiento. Mi coche seguía reposando, tranquilo, en el sitio donde lo dejé, y mi nuevo Aston Martin deslumbraba más que el resto, a pesar de llevar el color reglamentario de la Familia, el negro, como los demás.

Más tranquilo volví a la barra otra vez y pedí otra bebida. Me la dieron con una guinda en el fondo de la copa. Eso me hizo sospechar y la retiré. Bebí con ganas. Miré el reloj y vi que solo quedaban tres minutos para la impredecible reunión. En ese preciso momento, entró el gerente afeminado en el restaurante, destacando en color y en maneras. Daba unas ridículas palmaditas afeminadas que me dieron ganas de pegarle un tiro:

—¡Vamos, chicos!¡Vayan subiendo a la sala de reuniones de la sexta planta!

Todos le miraron con mala cara, de forma rara, incluso algunos tensaron los puños al ver a tal personaje, pero pudieron contenerse, y uno a uno, abandonaron en hilera el salón restaurante.

Varios decidieron subir la escalera. “¡Qué valor!”. Supongo que era para ganar tiempo. El resto subimos por los ascensores.

Todos, los que subían por la escalera y los que subían en ascensor, llegamos a la par a la sexta planta. El gerente ¡gracias a Dios!, había subido por el ascensor de servicio. Nos condujo por un pasillo hasta abandonar la zona acristalada exterior y nos hizo recorrer el pasillo más largo del hotel. Mientras avanzábamos, todos nos pusimos tensos al ver que había varios tipos que no conocíamos ni eran de la Familia. Todos iban armados hasta los dientes y guardaban una perfecta calma y una perfecta formación. El traje que llevaban no tenía corbata azul, de hecho, no tenía. Sus ojos se ocultaban tras el cristal tintado de unas gafas de sol de borde plateado. Miraban de un lado a otro muy de vez en cuando sin prestar atención en nada, pero vigilando todo a la vez.

Era muy raro que el padrino se rodeara de gente que no fuera su Familia. Algo iba mal… y creía que iba a ir mal para nosotros.

Acabado el kilométrico pasillo, el gerente nos hizo esperar delante de una doble puerta granate, acolchada, como en los centros de acogida para dementes mentales, o dicho se una forma más popular, acolchada como en el manicomio.

Los guardaespaldas, o matones, o lo que fueran, acechaban en cada esquina del piso. Era intranquilizador.

Me empecé a poner más nervioso cuando descubrí que Arthur todavía no se había juntado con el grupo. Me temía lo peor. ¿Y si el padrino le había hecho algo por intentar que arreglara el asunto del ataque nocturno? ¿Y si le había molestado tanto que el padrino había tomado unas medidas “poco adecuadas para la salud”? Me empecé a marear.

Ninguno de los presentes hizo movimientos bruscos porque los matones intimidaban de verdad. No convenía alarmarles. Todos mirábamos el reloj continuamente. Nadie sabía en qué acabaría la reunión que aún no acababa de empezar.

Había un caro carillón justo enfrente de nosotros. Era lo único que hacía ruido en aquel pasillo, aparte del gerente en sus intentos inútiles de llamar la atención a uno de los guardaespaldas. Aquellos tipos eran como la guardia real de la Reina de Inglaterra; no se movían ni para estornudar.

Todos nos sobresaltamos cuando el carillón emitió un chasquido y un par de sordas campanadas. Eran las ocho y media justas, la hora de la reunión.

Dos matones abrieron las puertas dobles con un chasquido, dejando ver una mesa ovalada preparada con veintidós asientos mullidos en una habitación oscura con un ligero tono de azul y negro. Dos de los asientos ya estaban ocupados. Encima de esa mesa sólo había algo envuelto en un pañuelo amarillento y una carpeta de cuero abierta que dejaba asomarse un par de papeles mecanografiados.

El padrino presidía la mesa, sentándose de cara a todos los asientos en un decorado sillón con un respaldo que sobresalía por encima de su cabeza, solemnemente. Era el único asiento que destacaba. Era como emperador de su dominio. Él había triunfado a su manera. 

Respecto a su aspecto, no era como los padrinos que solo salen en las películas, vestidos de blanco, con una chaqueta por encima sin meter las mangas y un sombrero blanco con bandas azules que ocultaba el rostro con un bigote fino. No. Tampoco era corpulento. Era un hombre delgado, pero bastante mayor. Conservaba algún mechón castaño de su canosa cabellera, perfectamente peinada hacia un lado. Parecía como si el color gris de su cabello se fundiera con el de su piel, dándole un aspecto a cadáver. Vestía un traje azul muy oscuro, dejando asomar un pañuelo blanco de uno de los bolsillos del pecho. Iba complementado con una corbata que combinaba a rayas el color azul claro con el oscuro. Era bastante bigotudo. Su denso bigote se torció a la par con su boca cuando nos vio entrar.

Lo que más me alegró y me relajó fue ver a Arthur sentado a la derecha del padrino, sano y salvo.

—Bienvenidos al Hotel Kimera. Buenas noches, caballeros. Me alegro de que hayan podido venir con tal puntualidad y empeño— (pobres de nosotros si no lo hacíamos) —Tomen asiento o quédense de pie. Con tal de estar lo más cómodamente posible.



Nadie saludó al entrar. Decidí quedarme de pie al lado de Arthur, al cual le puse una mano en el hombro. Él miró de reojo mi mano al darse cuenta que temblaba. Ya me hacía una idea sobre qué era eso que había encima de la mesa.

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