lunes, 23 de septiembre de 2013

BOOK FOTOGRÁFICO

   En esta entrada presento uno de los trabajos que hice para finalizar mis estudios en León y por el que me siento bastante orgulloso. Así, al menos, puedo decir que sigo enseñando cosas mientras preparo la entrada de "Memorias II", continuación de la primera. Cada foto es una de las páginas que comprende un cuadernillo que supuso mi trabajo final con Adobe Photoshop. Cada página está explicada a grandes rasgos. Sólo espero que guste mi trabajo, ya que a él me entrego.


















HOTEL KIMERA II - CONFIANZA Y RESPETO

      Arthur iba ganando todas las manos. Había seis jugadores en total y se arriesgaban ya más de trescientos dólares. La cosa se ponía tensa y yo ganaba tanto como perdía. No me podía quejar. La apuesta iba ascendiendo, cada vez más y más. Llegamos a la sustanciosa apuesta de quince mil dólares y me retiré habiendo ganado cinco mil dólares y perdido quinientos. Me guardé el dinero en el bolsillo interior de la americana después de haber cambiado las fichas. Volví a la mesa para contemplar la impresionante calma que Arthur guardaba ante sus oponentes, a pesar de que nunca fue un tipo de mucha relajación. Él seguía ganando y ganando y la apuesta seguía subiendo y subiendo. Se apostaban veinticinco mil dólares. Yo no sabía si alucinaba o estaba a punto de perder la compostura. Sólo la apuesta era todo el dinero del viaje de Arthur y mío juntos, pero él no se retiró aún. Tenía ganados veintisiete mil dólares. Arriesgó con todo y no salió bien, así que se levantó de la mesa malhumorado y despotricando contra todo lo que se meneaba. Se dirigió a la barra del restaurante y yo le seguí. Tomó una copa, asegurándose de que no estaba también envenenada. Cuando me puse a su lado no me dio tiempo ni a saludar.


—Déjame las llaves del coche. —me pidió decidido mientras extendía una mano sin siquiera mirarme.

—¿Para qué? —pregunté mientras se las daba sin saber sus intenciones.

—Voy a ganar —Me arrebató las llaves y salió casi corriendo hacia la mesa de póker.

—¡¿Qué?! —le descubrí las intenciones. —¡¿Vas a apostar mi coche?! —desafiné al expresar mi oposición hacia esa intención, pero Arthur ya ni me oía. Casi me entraron ganas de llorar al comprobar cómo se acercaba a la mesa y ponía las llaves en la zona de apuestas. No quise saber más, volví a la barra y me dediqué a beber demasiado.

—Apuesto un Alfa Romeo Spider para última ronda. —dijo Arthur con voz potente y decidida al crupier.

—Lo lamento, caballero. Solo se permiten apuestas de fichas del casino. —replicó éste.

—Por favor, haga una excepción —habló un hombre joven y rubio rizoso que se sentaba enfrente del crupier. —Apuesto un Aston Martin V8. —dijo mientras depositaba unas llaves plateadas en la zona de apuestas. Hubo un “OH” prolongado entre la gente que se agolpaba a mirar la partida. El resto de jugadores se tuvieron que retirar esa ronda porque no podían igualar la apuesta. El crupier no tuvo elección y la partida comenzó.

Yo ignoraba lo que estaba pasando en la mesa de juego, pero empezaba a tener la vista borrosa (no sabía si por el alcohol que tenía en las venas o por la horrible idea de perder mi coche favorito y único). Mi coche… era mi coche. Pasada una hora más o menos, yo ya me tambaleaba y sudaba. Me costó reprimir la tentación de acercarme a la mesa, pero no era capaz.

De repente, Brian O’ Sullivan, un tipo de pelo rubio rizado, salió del casino pisando fuerte, malhumorado y con una cara de asco que recordaba a un sapo. Vi salir a Arthur detrás de él con las manos en los bolsillos y una sonrisa deslumbrante en la cara. Se me acercó como si nada y me dio unas llaves plateadas.

—Tienes coche nuevo. —dijo simplemente.

Una vez en la habitación aún no me lo podía creer.

—¡¿Un Aston Martin V8?! No me lo puedo creer… ¿Cómo lo has…? —estaba demasiado eufórico e impresionado por su victoria.

—No confiabas en mí. —se rió complacido por mi expresión. —Sólo hay que saber cuándo y cómo usar tu manga… y tener vigilada la de los demás.

El reloj marcaba las dos y media de la madrugada. Me agencié unos cojines lo suficientemente amplios y los esparcí por el suelo mientras Arthur se instalaba en la cama. Tardé quince minutos en improvisarme aquella cama de cojines hasta que al final apagamos la luz.

Me quedé pensando mientras intentaba mullir los cojines y me ceñía más la manta que me puse por encima. Luego me di cuenta de que no había mirado si habría micrófonos en la habitación. Hice ese comentario en voz alta.

—No hay nada. Ya me he fijado. Sólo había un micrófono en la lámpara de la mesilla. He sacado la lámpara al balcón. —Yo respondí un simple “Ah”— Y ahora duérmete. Pareces un niño pequeño. Nadie diría que eres un delincuente experimentado.

Definitivamente me callé. Tenía razón. Estaba demasiado tenso, era demasiado dependiente, me dejaba llevar demasiado por las emociones, y eso iba en contra de mi personalidad y en contra de mi trabajo. Sin embargo, veía a Arthur como un experto en la indiferencia, experto en ocultar su estado de ánimo, experto en todo. Yo me sentía como un niño con el que se debía estar atento, a quien había que cuidar antes de que se echara a llorar.

Pasada más de media hora y aún me revolvía entre los cojines en busca de la postura correcta. Había deshecho y rehecho mi improvisada cama más de cuatro veces. Arthur me sobresaltó, harto de oír removerme:

—Anda… venga, métete en la puñetera cama pero párate de una puñetera vez. —Titubeé —Venga. No tengo toda la noche. Estamos en confianza.

Le obedecí y me metí en el lado izquierdo de la cama, lo más alejado posible de él. Al apoyar la cabeza sobre la almohada noté algo duro debajo de ella y lo palpé. Se me erizaron los pelos de la nuca. Era el Magnum del cuarenta y cinco de Arthur. ¿Esperaba visita?

—Duérmete de una vez. Es pura precaución. —dijo ya de mal humor, captando mi nerviosismo— Y métete más al centro. Te vas a caer. Parece que me tienes miedo.

Al fin pude dormir más de tres horas seguidas. Pero en mitad de mi sueño, me despertó un chasquido en la puerta de entrada de la habitación. Instintivamente metí la mano debajo de la almohada y la dejé posada encima del revólver de Arthur, preparándome para lo siguiente. Al parecer, Arthur no se había dado cuenta, ya que roncaba, de que alguien estaba en la puerta. Sólo había abierto un resquicio de menos de quince centímetros entre la puerta y el marco, pero era lo suficiente para dejar asomar el cañón silenciado de una Walther PPK y que ahora apuntaba directamente hacia Arthur. Antes de que el sujeto que sujetaba la Walther pudiera reaccionar, saqué el revólver de debajo de la almohada y todo lo siguiente ocurrió en un segundo.

Primero me levanté de la cama como un tiro y luego disparé con el potente Magnum directamente a la pistola que me amenazaba. Después la bala acertó a la mano del individuo el cual dejó caer la pistola y salió corriendo. Cuando la Walther cayó al suelo, disparó una bala, que impactó contra el marco de la puerta, astillándolo por el borde.

Con la respiración entrecortada por el suceso, salí al pasillo, pero el individuo se había evaporado. Algunos de los que dormían en esa planta, incluso Franchessco, se asomó a ver a qué se debía ese alboroto, ya que el Magnum no era muy silencioso que digamos. Cuando volví a la habitación, Arthur se había despertado y tenía su blanca piel erizada completamente. Alucinado y casi sin voz me dijo:

—Gra…cias. De verdad.

—A mandar. —respondí yo como si le salvara a uno la vida todos los días. Aún tenía el humeante Magnum empuñado.

Arthur se puso a mi lado y se agachó para coger la Walther del suelo, que tenía una pequeña abolladura en la empuñadura allí donde había impactado la bala del revólver de Arthur.

—Mañana sabremos quién fue. —dijo casi con suavidad.

Me dio otra vez las gracias sinceramente y nos acostamos sin decir nada más para disfrutar de las últimas tres horas y media de sueño que nos quedaban.

Nos despertamos a la mañana siguiente a eso de las once, fuimos a desayunar y seguimos con nuestra rutina de observación, análisis y cálculo de la situación. En el restaurante sólo había cinco personas además de nosotros desayunando. Todos íbamos de un negro impecable. Destacaba el color azul de las corbatas. Nadie tenía la mano vendada ni dañada. No sospeché de ellos. En frente de nosotros, mirándonos, estaba Franchessco, que nos saludó con un poco significativo movimiento de cabeza. Devoraba todo tipo de productos de la confitería más exquisita.

En un rincón había un tipo corpulento que comía como si no hubiera comido en tres años. Era como si acabara de descubrir el fabuloso sabor de la magdalena vulgar. Tragaba, tragaba y no tenía intención de parar. Arthur me dijo que su nombre era Ignatius Railway. No conocíamos más de él.

A veces me parecía lamentable que todos fuéramos de la misma Familia y casi no nos conociéramos ninguno entre nosotros. Éramos como los desconocidos de una familia lejana. Nadie sabía nada de nadie.

Volviendo al análisis de la gente, en el centro justo de la estancia, justo debajo de la lámpara de araña, se encontraba un tipo de piel criolla que comía con las manos de forma horrenda. Parecía imposible que no se manchara el traje de alguna forma u otra. Poco o nada sabíamos de él, sólo que se llamaba Borgia Calitri, un ruso de no se sabía dónde, de madre negra y padre del ejército ruso. Nada que merezca la pena mencionar. Pronto apartamos la vista de él.

A lado de él estaba sentado un hombre de aspecto serio, un alemán llamado Roger Boudembourg, con el pelo tan rubio que parecía alvino y rapado como un militar. Era el único que no comía. No hacía más que mirar de un lado a otro, como nosotros.

Sólo quedaba por analizar a un individuo que esperaba en la puerta del restaurante. No destacaba nada de él. Ni siquiera le conocíamos. Parecía aburrido de esperar a alguien. Pronto se reunió con él Brian O’ Sullivan, el tipo al que Arthur ganó el Aston Martin, el cual nos dirigió una mirada insolente. Tenía las dos manos metidas en los bolsillos. Eso me hizo sospechar y sospecho que Arthur también sospechó por la expresión de su cara, una expresión de victoria y venganza a la vez. El ambiente era silencioso. Demasiado…

Cuando acabamos de desayunar, fuimos directos a la piscina del hotel, con las pistolas envueltas en las toallas, eso sí. Nos pasamos la mañana y parte de la tarde deambulando por el hotel sin privarnos de ningún lujo o servicio que éste nos brindara. Nos pasamos la tarde relajándonos un poco y tomando el sol, aunque Arthur no cogía color ni poniéndolo directamente en el fuego. A las ocho de la noche todo el mundo se había ido a prepararse para la reunión que ocurriría media hora más tarde, así que nosotros también nos retiramos a prepararnos.

En la habitación mientras nos preparábamos ya empecé a tener unos acentuados síntomas de nerviosismo. Primer síntoma: todo lo que dije fueron preguntas:

—¿Por qué nos reunirá el padrino? Nunca lo ha hecho. Siempre que hemos tenido que estar ante él ha sido por separado y sólo para encargarnos algún “trabajillo”. ¿Crees que nos encomendará alguna misión en la que necesite a todos los miembros? Me huele mal. Nunca ha organizado una reunión como esta. ¿Por qué será?

—No lo sé. —se limitó a contestar Arthur.

—¿Por qué nos ponen micrófonos? Uno de los principios de la Familia es la confianza plena entre todos los miembros y el respeto mutuo al gremio. Y lo de las cámaras… ¿Por qué narices nos querrá tener vigilados?

—No lo sé. —otra respuesta monótona por su parte.

—Por qué estoy tan tenso y tú no me haces ni caso? —Ahora sí que parecía un niño pequeño en un intento desesperado de llamar la atención. Me asomé a la ventana que daba justo al aparcamiento y eché un vistazo. El Alfa Romeo seguía donde y como estaba.

—¿Porqué el ambiente está tan tenso y silencioso?¿Por qué narices tengo un mal presentimiento?

Arthur ya no pudo aguantar más y me agarró de la pechera:

—¡No lo sé, no lo sé, no lo sé!¡Dios!¡Como no te calles de una vez y dejes de comportarte como un crío yo también acabaré desquiciándome!¡Crees que eres el único que está tenso y el único que siente y padece!¡Pero te equivocas; yo también estoy muy nervioso, probablemente mucho más que tú, pero al menos me controlo y no lo demuestro!¡Eres desquiciante!

Mucho más relajado me soltó y se sentó en la cama. Sacó de un cajón de la mesilla de noche la Walther con la abolladura.

—Ya veremos lo que pasa hoy. —dijo con voz mucho más suave —De momento relájate. Llevaré la Walther ante el padrino. Sé que él puede hacer algo al respecto sobre el atentado de esta noche. Como tú mismo has dicho: uno de los principios de la Familia es el respeto y la confianza al gremio.

Arthur se acabó de preparar mientras yo me peleaba con la corbata:

—Todavía no he visto al padrino en todo el tiempo que llevamos aquí. Y eso que casi vive aquí. ¿Cómo conseguirás que haga algo al respecto sobre lo de esta noche? ¿Hablarás con él? ¿Y si no le da importancia? Lo que menos te conviene es parecerte a un niño que se chiva de una gamberrada. —definitivamente Arthur se cansaba de mí.

—Oye, mira… baja al restaurante y tómate algo frío. Espérame allí. Relájate.

—Pero la reunión es el la última planta —seguí replicando— Es tontería bajar para luego subir.

—Para ello inventaron los ascensores. —me empujó fuera de la habitación ya a punto de explotar. —Baja de una vez. Te comportas como un crío. ¡Cómo te gusta llevar la contraria en todo!

Resignado, tomé el ascensor y bajé hasta el vestíbulo. Luego entré en el restaurante y me acerqué a la barra. El mismo camarero de siempre, con la misma cámara oculta de siempre, me sirvió el veneno de siempre:

—Un Martini con Vodka, agitado, no revuelto.

Como siempre, el camarero no se retiró hasta que bebí. Como siempre, me inyecté el contraveneno y me tomé la copa de dos tragos. El veneno no influía para nada en el sabor de la bebida. Eso estaba bien.

El resto de la Familia, casi por turnos, también se acercó a tomar un trago. Todos sudaban y temblaban levemente y todos parecían tener un mal presentimiento. No era habitual ver a un miembro de la Familia de los Grandes en un estado de puro nerviosismo, pero todo el mundo conocía a quien lo dirigía todo y todo se podía esperar de él.

El restaurante casi se llenó sin darme yo cuenta. Empecé a contar las personas que había. Había veinte individuos en la sala, contando conmigo y sin contar con el camarero.

Brian O’ Sullivan fue el último en llegar. Tenía las manos en los bolsillos y sólo sacaba la mano izquierda para beber. Eso me hizo saber quién fue el autor del fallido atentado contra Arthur. 

Me acerqué a mirar por la ventana que daba justo al aparcamiento. Mi coche seguía reposando, tranquilo, en el sitio donde lo dejé, y mi nuevo Aston Martin deslumbraba más que el resto, a pesar de llevar el color reglamentario de la Familia, el negro, como los demás.

Más tranquilo volví a la barra otra vez y pedí otra bebida. Me la dieron con una guinda en el fondo de la copa. Eso me hizo sospechar y la retiré. Bebí con ganas. Miré el reloj y vi que solo quedaban tres minutos para la impredecible reunión. En ese preciso momento, entró el gerente afeminado en el restaurante, destacando en color y en maneras. Daba unas ridículas palmaditas afeminadas que me dieron ganas de pegarle un tiro:

—¡Vamos, chicos!¡Vayan subiendo a la sala de reuniones de la sexta planta!

Todos le miraron con mala cara, de forma rara, incluso algunos tensaron los puños al ver a tal personaje, pero pudieron contenerse, y uno a uno, abandonaron en hilera el salón restaurante.

Varios decidieron subir la escalera. “¡Qué valor!”. Supongo que era para ganar tiempo. El resto subimos por los ascensores.

Todos, los que subían por la escalera y los que subían en ascensor, llegamos a la par a la sexta planta. El gerente ¡gracias a Dios!, había subido por el ascensor de servicio. Nos condujo por un pasillo hasta abandonar la zona acristalada exterior y nos hizo recorrer el pasillo más largo del hotel. Mientras avanzábamos, todos nos pusimos tensos al ver que había varios tipos que no conocíamos ni eran de la Familia. Todos iban armados hasta los dientes y guardaban una perfecta calma y una perfecta formación. El traje que llevaban no tenía corbata azul, de hecho, no tenía. Sus ojos se ocultaban tras el cristal tintado de unas gafas de sol de borde plateado. Miraban de un lado a otro muy de vez en cuando sin prestar atención en nada, pero vigilando todo a la vez.

Era muy raro que el padrino se rodeara de gente que no fuera su Familia. Algo iba mal… y creía que iba a ir mal para nosotros.

Acabado el kilométrico pasillo, el gerente nos hizo esperar delante de una doble puerta granate, acolchada, como en los centros de acogida para dementes mentales, o dicho se una forma más popular, acolchada como en el manicomio.

Los guardaespaldas, o matones, o lo que fueran, acechaban en cada esquina del piso. Era intranquilizador.

Me empecé a poner más nervioso cuando descubrí que Arthur todavía no se había juntado con el grupo. Me temía lo peor. ¿Y si el padrino le había hecho algo por intentar que arreglara el asunto del ataque nocturno? ¿Y si le había molestado tanto que el padrino había tomado unas medidas “poco adecuadas para la salud”? Me empecé a marear.

Ninguno de los presentes hizo movimientos bruscos porque los matones intimidaban de verdad. No convenía alarmarles. Todos mirábamos el reloj continuamente. Nadie sabía en qué acabaría la reunión que aún no acababa de empezar.

Había un caro carillón justo enfrente de nosotros. Era lo único que hacía ruido en aquel pasillo, aparte del gerente en sus intentos inútiles de llamar la atención a uno de los guardaespaldas. Aquellos tipos eran como la guardia real de la Reina de Inglaterra; no se movían ni para estornudar.

Todos nos sobresaltamos cuando el carillón emitió un chasquido y un par de sordas campanadas. Eran las ocho y media justas, la hora de la reunión.

Dos matones abrieron las puertas dobles con un chasquido, dejando ver una mesa ovalada preparada con veintidós asientos mullidos en una habitación oscura con un ligero tono de azul y negro. Dos de los asientos ya estaban ocupados. Encima de esa mesa sólo había algo envuelto en un pañuelo amarillento y una carpeta de cuero abierta que dejaba asomarse un par de papeles mecanografiados.

El padrino presidía la mesa, sentándose de cara a todos los asientos en un decorado sillón con un respaldo que sobresalía por encima de su cabeza, solemnemente. Era el único asiento que destacaba. Era como emperador de su dominio. Él había triunfado a su manera. 

Respecto a su aspecto, no era como los padrinos que solo salen en las películas, vestidos de blanco, con una chaqueta por encima sin meter las mangas y un sombrero blanco con bandas azules que ocultaba el rostro con un bigote fino. No. Tampoco era corpulento. Era un hombre delgado, pero bastante mayor. Conservaba algún mechón castaño de su canosa cabellera, perfectamente peinada hacia un lado. Parecía como si el color gris de su cabello se fundiera con el de su piel, dándole un aspecto a cadáver. Vestía un traje azul muy oscuro, dejando asomar un pañuelo blanco de uno de los bolsillos del pecho. Iba complementado con una corbata que combinaba a rayas el color azul claro con el oscuro. Era bastante bigotudo. Su denso bigote se torció a la par con su boca cuando nos vio entrar.

Lo que más me alegró y me relajó fue ver a Arthur sentado a la derecha del padrino, sano y salvo.

—Bienvenidos al Hotel Kimera. Buenas noches, caballeros. Me alegro de que hayan podido venir con tal puntualidad y empeño— (pobres de nosotros si no lo hacíamos) —Tomen asiento o quédense de pie. Con tal de estar lo más cómodamente posible.



Nadie saludó al entrar. Decidí quedarme de pie al lado de Arthur, al cual le puse una mano en el hombro. Él miró de reojo mi mano al darse cuenta que temblaba. Ya me hacía una idea sobre qué era eso que había encima de la mesa.

sábado, 14 de septiembre de 2013

HOTEL KIMERA I - HOTEL KIMERA



Nadie llega a ser lo suficientemente frío por más que lo intente. Frías son las máquinas, y el hombre debería evitar que su corazón se convirtiera en una máquina, con cerebro de máquina, y alma de máquina.


































Para el que un día llegó a ser mi amigo.








































I

HOTEL KIMERA







Cualquier historia puede ser contada de cualquier forma, pudiendo enmascarar la verdad u ocultar la realidad. Incluso pudiendo hacer elogiable lo más degradante e insignificante.

Esta no es una de esas historias de fantasía en las que la gente vuela y hace prodigios con un chasquido de dedos. No. Las historias también pueden ser reales, contándolas tal y como son. Este es uno de esos casos. No voy a contar un montón de mentiras para quedar bien; contaré lo que en verdad pasó.

Yo tenía un Alfa Romeo negro descapotable, y lo conducía por la autopista de Nevada a la máxima velocidad que podía alcanzar. El motor empezaba a quejarse pero no me podía permitir ni reducir siquiera. Claro está que podría aumentar el ritmo, pero no merecía la pena. En resumen; iba a más kilómetros por hora de los permitidos.

Iba acompañado de mi mejor amigo (y prácticamente el único que tenía), que intentaba no sucumbir al sueño y a la monotonía de la aburrida carretera. Sus ojos se cerraban a pesar de que el viento del desierto nos azotaba la cara y resultaba molesto.

Yo era alto, moreno y llevaba el pelo con una sobre-dosis de gel fijador para poder orientarlo hacia atrás. Mi nombre era Tanner Millers.

Mi amigo, Arthur Ellroy, era también alto, incluso más que yo. El gel fijador hacía un verdadero esfuerzo por mantener su pelo rubio cobrizo orientado hacia algún lado, aunque el viento y la velocidad lo despeinaban. Sus grandes ojos castaños y claros, a los que costaba mantener la mirada (por lo menos a mí), seguían luchando contra el sueño, aunque fracasaban penosamente.

Lo que más me gustaba de él era que, además de ser bastante intelectual (porque era de aquellos que son capaces de soportar una charla sobre la Primera Guerra Mundial sin aburrirse, ni siquiera bostezar), era que era capaz de aceptar a la gente tal y como era y relacionarse con ella a pesar de lo que fuera, aunque su trabajo exigiera otra cosa. Era de aquellas personas que no les importaba la condición de los demás, pero que son muy preocupadas por su aspecto y por el qué dirán los demás de él. Pero era el mejor tipo que he conocido en la vida. Era igual que yo, afín a mí.

Él y yo trabajábamos en el mismo “gremio”. Un gremio alejado de le ley: la Familia de los Grandes, la mafia de Nevada. Ese era nuestro oficio, un oficio que nos había sacado de muchos apuros (económicos y físicos) y que nos había metido en otros muchos (más bien sólo físicos). Esas próximas noches parecían que no nos iba a sacar de apuros, que no iba a ser de nuestro agrado; un mal presentimiento.

El motivo de nuestro viaje era que el padrino de nuestra Familia (refiriéndome a la mafia, por supuesto), había convocado a todos los hombres que estábamos a su servicio a una reunión en el Hotel Kimera, que era de su propiedad. No había dado detalles del motivo de la reunión, pero no presagiaba nada bueno.

El Hotel Kimera, como he dicho, era propiedad del padrino. Era un lujoso hotel situado en la mitad justa del desierto de Nevada, cerca de la autopista. Un lugar poco productivo para colocar un hotel de tal calibre, aunque al padrino no le hacían falta los beneficios que debiera sacar de él.

En total éramos veintiún convocados a la señalada reunión. Debíamos acudir al punto de reunión con una hora de diferencia desde que llegara el primero y llegara el siguiente, así que en total deberíamos tardar diecinueve horas en llegar todos (contando que Arthur y yo llegaríamos juntos, a petición del mismo padrino), y ya llegábamos justos si no aceleraba.

Llevábamos un par de días de viaje. Ese día habíamos salido pronto por la mañana desde el Mustang Motel, situado en las afueras de Nevada.

El viaje fue monótono hasta el final, aunque agradable gracias a la fresca brisa del desierto que se levantó. Tuvimos que parar un par de veces en un par de estaciones de servicio para repostar el coche y “repostarnos” nosotros con un par de bebidas. Luego, seguimos a la carrera. Arthur y yo no hablamos en casi todo el viaje (y por eso se durmió enseguida). Suponía que era porque estábamos demasiado nerviosos o preocupados por lo que ocurriría en las próximas horas en el Hotel Kimera. Seguía yo con ese mal presentimiento durante todo el viaje y decidí compartirlo con Arthur, cosa que no debía hacer porque eso hizo que se pusiera más nervioso.

Eran las diez y media de la noche cuando aparcamos frente al Hotel Kimera (llegamos diez minutos tarde). Una hilera de coches de color negro (al igual que el nuestro, ya que era el color oficial de la Familia) había aparcados frente a la puerta del hotel, el cual parecía hecho solamente de cristal y de su interior salía un resplandor rojizo. Habían aparcados diecinueve coches y aún quedaba sitio para uno más. Los coches pasaban de vulgares Pontiac hasta lujosos Bentley. En un pequeño y apartado aparcamiento privado pude ver un precioso Aston Martin DB5 del 64’ que parecía haber salido de una de las películas de James Bond: era el coche del padrino.

Cuando aparqué el coche en el único sitio libre que quedaba, Arthur se despertó sobresaltado. No sabía quién estaba más nervioso; si él o yo.

—No sé cómo quedará esto…—dije yo atemorizado. Tragué saliva y mi nuez osciló a lo largo de mi garganta seca.

—Sabes que no podemos echarnos atrás. Tranquilízate, por favor. —su voz sonó suave y cansada, pero convincente, así que me calmé un poco.

Antes de disponernos a entrar en el hotel, echamos la capota del coche y, dentro de él, nos quitamos nuestra ropa informal y nos pusimos en “uniforme”, una cara chaqueta americana negra con unos pantalones a juego. Iba complementado con una corbata azul marino que contrastaba con la camisa blanca de debajo. La corbata era el distintivo de nuestra familia.

Cuando subíamos unas amplias escaleras que llevaban hasta la entrada del hotel, un tipo joven y no muy nutrido salió de la nada a nuestro encuentro. Llevaba un inconfundible traje de aparcacoches como los que usaban los de los casinos de Las Vegas.

—¿Desean que les aparque el coche en un lugar más cómodo para ustedes?— como el joven tenía voz de pito casi me entraron ganas de reír. Me mordí la lengua.

—No, gracias—contestó Arthur con un aire de aristócrata y ciertamente arrogante, pero diplomático —prefiero tenerlo localizado. —me murmuró cuando ya nos habíamos alejado del aparcacoches y cruzábamos ya el umbral de la puerta automática de cristal.

—Parece que el resto también ha preferido “tenerlo lo-calizado”. —comenté yo.

El techo, las paredes y el suelo del hall estaban cubiertos por enormes baldosas de un mármol reluciente de color crema. Daba la sensación de que se podía resbalar sin querer de lo limpio que estaba. Las ventanas tenían decoraciones modernas que contrastaban con el estilo clásico de aquella planta. El hall era el único piso que desde fuera no era de cristal.

Había unos lujosos y mullidos sofás que ya querría un rey a modo de sala de estar. Del alto techo colgaba una deslumbrante lámpara de araña de unos dos metros de alto y otros tantos de diámetro. Calculé que podía costar unos cincuenta mil dólares aquella lámpara.

El mostrador de recepción era entero de madera perfectamente barnizada. Un pequeño timbre dorado relucía encima de él. No había ningún recepcionista, de hecho, no había nadie en absoluto. Nos acercamos a pulsar el timbre, pero justo antes de poder hacerlo sonar, el gerente del hotel apareció desde detrás de una estatua. Era como si nos hubiera estado acechando desde que hubiera visto los faros de nuestro coche acercarse por la carretera.

—Bienvenidos al Hotel Kimera. —tenía un tono afemianado. —Soy Ramsley, el gerente, y estaré a su “plena” —recalcó esa palabra —disposición durante su estancia.

El hombre debía de tener unos cuarenta o cuarenta y cinco años más o menos. Tenía un ridículo carácter afeminado y vestía un ridículo traje morado que estaba en total desarmonía con su entorno. Yo juraría que se nos estuvo insinuando desde que llegamos.

—Vengan, no se corten. —“Usted es el que debería cortarse un poco ¿no cree?” pensé con burla e incomodidad. — Acompáñenme a mis… esto… a SUS aposentos. —no supe distinguir si ese error verbal lo había hecho a propósito. Solo supe que me recordaba al chepudo sirviente del doctor Frankenstein, solo que algo marica (hablando popularmente).

Antes de que nos diéramos cuenta, el gerente nos cogió de un brazo con sus “delicadas manos” (zarpas ávidas, para mí, que me sorprendieron que no llevaran las uñas pintadas de morado) y nos llevó con él hasta uno de los cinco ascensores para seis personas que había en un lado del hall.

El hotel, según pude observar en la placa de botones del ascensor, solo tenía seis pisos más una terraza y dos subterráneos. Nos detuvimos en el cuarto piso y el gerente nos llevó a la habitación 123. Había que entrar por un pasillo interior para llegar a ella, ya que el pasillo más exterior era completamente de cristal. Hasta que no estuvimos en el interior de la suite, de lujo, por supuesto, el gerente no nos liberó de sus refinadas garras. El gerente salió decepcionado de la habitación y nos quedamos solos Arthur y yo. Estábamos en un amplio cuarto de estar con un enorme televisor encima de una cara mesa y con una barra de bar pequeña cerca de la terraza que daba a la carretera. Descubrí al fondo una sola puerta cerrada y, con cierta preocupación la abrí. Entré en una habitación del mismo estilo lujoso y moderno de la sala de estar. Toda la habitación era espléndida excepto por un detallito: sólo había una cama para dos personas. Eso me asustó al principio y me hizo enfurecer después:

—¡Maricón de mierda!¡Hay más de quinientas habitaciones libres y nos da una con una sola cama!¡Yo me lo cargo! —saqué mi pistola del un bolsillo interior de la chaqueta del traje. Me dispuse a salir a decirle un par de cosas al gerente pero Arthur me detuvo.

—Cálmate. No me importa dormir en el suelo.

—¿Tanto hotel y no hay una puñetera habitación con dos miserables camas?¿Qué pretenden?

—Deja de quejarte. Si nos han dado esta habitación, habrá un buen motivo para ello.

—Hoy estás demasiado conformista.

—Lo estoy cuando tengo un mal presentimiento y creo que la mejor opción es aceptar la situación para evitar más problemas.

—Iré a pedir otra habitación. —guardé la pistola— U otra cama…

—¡Ja! Ya verás cómo tiene que ser así…—se burló Arthur resignado ante mi cabezonería.

Al fin y al cabo, Arthur tenía razón. Estuve media hora discutiendo con el gerente del hotel, que no sé si me estaba haciendo caso a mí o a otra cosa un poco más abajo. El caso es que mis esfuerzos fueron en vano. “El padrino lo quiere así”. ¿Pero porqué?

Subí indignado de vuelta a la habitación. Arthur había deshecho todo el equipaje que habían traído mientras yo no estaba.

Sin previo aviso me dio un mareo que me obligó a tumbarme de golpe en la cama, con la mala suerte de que Arthur, agotado, también se dejaba caer sobre ella. Su nuca dio un fuerte golpe a mi nariz, que empezó a sangrar a chorro mientras yo daba un alarido. La mezcla de olor a cabello sudado y el olor metálico de la sangre, junto con el mareo que llevaba encima, hicieron que cayera en un pozo sin fondo.

No recordaba más, solo que cuando me desperté tenía la hemorragia curada, humedecida la frente (no por el sudor) y no tenía puestos los zapatos.

Arthur salía del cuarto de baño: se acababa de duchar. Al verme despierto se me acercó.

—Siento lo del golpe. ¿Quién te manda poner tu nariz en mitad de la trayectoria de mi cabeza? —me dijo intentando levantarme el ánimo.

No pude decir nada. No sabía porqué. Simplemente le di las gracias por curarme y me fui a ducharme yo también, lo necesitaba. Arthur bajó al restaurante a comer algo.

Cuando salía de la ducha y me vestía otra vez con el uniforme alguien llamó a la puerta. Al otro lado de ella se hallaba Franchessco, un tipo a quien conocía bien, con el pelo demasiado largo y que no le quedaba tan bien como él creía. Llevaba también el uniforme de la Familia, pero no se había puesto la chaqueta americana.

—Buenas noches —saludó con voz ronca.

—¿Qué hay? —respondí sin mucho entusiasmo. Aquella era justo el tipo de persona con la que no merecía mucho la pena involucrarse mucho. Era de aquellos con los que no puedes contar para mucho.

—¿Vosotros sois los últimos?

—Sí. —volví a responder. Fue una conversación muy seca. Pero Franchessco adquirió un tono más festivo:

—Hoy hay partida de póker en el casino que hay al lado del restaurante. Podéis venir. Si quieres.

Yo ya sabía cómo eran las partidas de póker (o cualquier otro juego) en el ambiente de la familia. Todo el mundo acababa vengándose. Aunque fuera un juego elegante, no dejábamos de ser mafiosos. No obstante a todo eso, respondí:

—Allí estaré, gracias.

—Vale, pues hasta luego. —se despidió y se alejó haciendo balancearse su suelta melena negra.

Cuando me hube acabado de vestir, bajé al restaurante. Encontré a Arthur vigilando todo lo que la vista le permitía abarcar. Había dos copas vacías encima de la mesa en la que se había sentado. Parecía un agente infiltrado de esos vestidos de esmoquin, tan nervioso pero tan controlado a la vez. Sus ojos marrones dejaron de dar vueltas sin rumbo y se centraron cuan-do me senté delante de él.

—La cosa es mejor de lo peor. Aquí están los mejores miembros de la Familia; los más inteligentes, los más sanguinarios, los mejores delincuentes de la Mafia de los Grandes. —se le notaba nervioso y excitado cuando me hablaba a media voz —No veo por ninguna parte a nuestro padrino.

La verdad es que ninguno de los dos sabía porqué habíamos entrado a formar parte de un grupo tan delictivo. Suponíamos que era porque en un tiempo pasado alguien nos hizo un favor. Un favor que nos condenaría toda la vida.

—Tendrá cosas que hacer. —respondí con burla al último comentario.

—Será mejor que no hagas esos comentarios. Hay un micrófono en cada lámpara de cada mesa —dijo en voz muy baja. Yo dirigí una mirada a las lámparas de diseño exclusivo que estaban repartidas por todas las mesas. —Que no parezca que miramos —me aconsejó en voz muy baja. Tuve que hacercarme a él. —Solamente en esta sala hay al menos diez cámaras ocultas repartidas por cada rincón. Puede que incluso haya más, pero esas no las he podido localizar.

Ahora sí que parecía un agente secreto. Mientras callábamos, Arthur siguió con su vigilancia y yo me dediqué a encontrar con disimulo las cámaras ocultas. Solo detecté unas cinco. La primera estaba camuflada en la enorme lámpara de lujo que presidía el salón restaurante colgada del techo. Otra la encontré en una de las esquinas del techo del enorme salón. La tercera se encontraba oculta en el marco de la puerta que delimitaba el casino. La siguiente la encontré situada entre las botellas de tónicas del lujoso mueble bar, detrás de la barra en la que se encontraba un camarero con cara de pocos amigos. La quinta cámara me sor-prendió de verdad. El camarero que antes estaba detrás de la barra se acercó a mí portando una bandeja dorada con un Martini servido en una copa cónica. Me lo plantó delante de mí y me dijo con un exagerado acento francés:

—Buenas noches, caballero. Invita la casa.

—Gracias, puede retirarse. —respondí a tal halago. No obstante, el camarero se quedó quieto mirándome fijamente. Titubeé antes de echar un trago a la copa, pero estaba seguro de que el camarero no se iría hasta que bebiera. Mal presentimiento. Miré a Arthur y este asintió leve y disimuladamente con la cabeza. Me confié un poco y dí un trago largo que me supo a gloria. El camarero se retiró al fin satisfecho.

—Llevaba una cámara en el primer botón de la camisa— le comenté a Arthur en voz muy baja. Él asintió.

Me dispuse a tomar otro trago de mi copa, pero un pinchazo fuerte y un dolor agudo me hicieron gemir, aunque me pude reprimir. Arthur me había clavado una jeringuilla pequeña en la pierna y había vaciado todo su contenido.

—Cortesía de Franchessco —me explicó —. No te asustes. Sigue bebiendo tranquilo. —Obedecí —Está envenenada. Todas lo están. —Descubrí un polvo blanquecino disuelto dentro del líquido de mi copa. —No levantes sospecha. —Miré hacia un lado. Nadie, de los diecinueve presentes, lo había notado.

—Gracias.

—Dáselas a Franchessco. Él es el que entiende de venenos. Lo descubrió antes que nadie y nos proporcionó un antídoto que preparó a base de tónicas y bebidas refrescantes. —se rió.

—¿Pero porqué envenenan nuestras copas? —se me ocurrió preguntar.

—He oído que el objetivo de este viaje es poner a prueba a todos los miembros de la mafia. —me respondió como si fuera lo más normal del mundo.

—¿Pero están locos o qué? —dije indignado. Arthur me hizo señas de que no levantara el tono de voz. —¿Porqué quieren hacernos pruebas?¿Y a qué propósito? No sé si quieren ver de qué somos capaces o si quieren matarnos directamente. Además, es absurdo que nuestro padrino quiera poner a prueba a su Familia.

—Solo es un rumor. —me dijo simplemente.

Alterado, decidí retirarme a la habitación:

—Mira… me voy a la cama. No quiero saber nada hasta mañana que es la reunión. Estoy algo tenso. Hasta mañana. — me levanté con pereza, pero tenso. Arthur también se levantó.

—Espera —sonreía—. ¿No te apetece una mano de póker?



Me detuve en seco. No me acordaba de eso. Me volví hacia él sonriendo y mordiéndome el labio inferior.

HOTEL KIMERA - INTRODUCCIÓN

   Quiero dedicar la publicación de mi primera novela, "Hotel Kimera", a mi propio yo de la infancia. En su día se lo dediqué a un buena amigo. Hoy, le quito el polvo a la portada que nunca vio la luz y a las palabras que nunca se imprimieron. Terminé de escribirlo con mis dieciséis años, y el primer ejemplar se lo regalé a mi padre por su cumpleaños. A pesar de estar inscrito en el registro, el libro no pasó de ahí. No podía esperar mucho más...
   Ante vosotros, una historia plagada de erratas y faltas ortográficas, fruto de una escritura primitiva de lo que queda de mi infancia, cuando soñaba con lugares lejanos y aventuras inverosímiles, dejando al descubierto todas y cada una de mis pasiones, como el automovilismo, el cine negro, la música rebuscada y mis propias reflexiones.
   Espero que, quien se digne a ojear cada uno de los capítulos, comprenda el contexto en el que se escribió y en la limitada cultura literaria que tenía. También, confío en que, por igual, la obra sea respetada desde cualquier punto de opinión. Contiene muchos de mis propios desahogos, mis propias reflexiones y planteamientos. También, espero que comprenda que tras esas letras existe aún el esfuerzo del que un niño de dieciséis años se sintió orgulloso alguna vez.
   Al igual, confío en que la integridad de la obra quede en esta publicación que ahora hago. No necesitáis copiar ni robarme mis palabras... Te las ofrezco aquí mismo cuando quieras. No obstante, si en algún caso me sintiera ofendido de manera alguna, es posible que proceda a reclamar la autoría de lo que es mío. No es palabra, es ley. Concretamente la Ley de Propiedad Intelectual que, según lo dispuesto en el Real Decreto Legislativo 1/1996, de 12 de Abril, quedan inscritos en el Registro General de la Propiedad Intelectual los derechos de propiedad intelectual con el número de asiento registral 00/2010/4819, habiendo realizado la solicitud con número S-62-10 en Madrid, a 25 de Agosto de 2010.
   Una vez aclarados estos aspectos y disculpando la seriedad que lo concierne, os animo a aportar cualquier comentario, siempre constructivo, que valore la obra, opine sobre ella o simplemente aporte algo productivo.
   Sólo espero disfrutéis de la historia o que, al menos, os resulte placentera la lectura. Cada semana, publicaré un nuevo capítulo.